Desde que tengo memoria, la mansión familiar en la que crecí, ubicada en una pequeña ciudad de Francia, siempre ha sido grande y solitaria.
Mis padres, involucrados en círculos aristocráticos y políticos, frecuentemente me dejaban sola durante sus viajes y cenas. Para compensar, me regalaron un perro, Max, para que me hiciera compañía.
Max tenía una rutina peculiar: todas las noches se arrastraba bajo mi cama para dormir.
En las noches más silenciosas y oscuras, cuando la soledad y el miedo me invadían, solía dejar caer mi mano al lado de la cama.
Inmediatamente, sentía la lengua húmeda de Max, lamiendo suavemente mis dedos, reconfortándome y recordándome que no estaba sola.
Una noche, tras escuchar ruidos en el piso inferior y sentirme más ansiosa que de costumbre debido a la ausencia de mis padres, busqué el consuelo habitual.
Dejé caer mi mano, y, como siempre, sentí las caricias húmedas en mis dedos. Ese sencillo gesto bastó para tranquilizarme, permitiéndome conciliar el sueño.
No obstante, al despertar, un frío escalofriante recorrió mi cuerpo. Max ya no estaba bajo mi cama. Me apresuré a buscarlo y el horror me golpeó al encontrarlo sin vida en el salón.
Pero lo que realmente me heló la sangre fue el mensaje escrito en la pared con la sangre de Max: “No solo los perros lamen”.
Historias de terror: No solo los Perros Lamen:
La línea entre la realidad y la pesadilla se desdibuja en “No Solo los Perros Lamen”. Este relato nos recuerda que en la oscuridad, no todo es lo que parece, y que, a veces, el consuelo puede tener un origen insospechado.